I
¡No, no era posible! andando ya en siete años y
burrito, burrito, sin conocer la o por lo redondo
y dando más que hacer que una ardilla.
—¡Nada! ¡nada! —dijo mi abuelita—. A
ponerlo en la escuela…
Y desde ese día, con aquella eficacia activa en
el milagro de sus setenta años, se dio a
buscarme una maestra. Mi madre no quería;
protestó que estaba todavía pequeño, pero
ella insistió resueltamente. Y una tarde al
entrar de la calle, deshizo unos envoltorios que
le trajeron y sacando un bulto, una pizarra con
su esponja, un libro de tipo gordo y muchas
figuras y un atadito de lápices, me dijo
poniendo en mí aquella grave dulzura de sus
ojos azules: —¡Mañana, hijito, casa de la
señorita que es muy buena y te va a enseñar
muchas cosas…!
¡Yo me abracé a su cuello, corrí por toda la
casa, mostré a los sirvientes mi bulto nuevo, mi
pizarra flamante, mi libro, todo marcado con
mi nombre en la magnífica letra de mi madre,
un libro que se me antojaba un cofrecillo
sorprendente, lleno de maravillas! Y la tarde
ésa y la noche sin quererme dormir, pensé
cuántas cosas podría leer y saber en aquellos
grandes librotes forrados de piel que dejó mi
tío el que fue abogado y que yo hojeaba para
admirar las viñetas y las rojas mayúsculas y los
montoncitos de caracteres manuscritos que
llenaban el margen amarillento.
Algo definitivo decíame por dentro que yo era
ya una persona capaz de ir a la escuela.
II
¡Hace cuántos años, Dios mío! Y todavía veo la
casita humilde, el largo corredor, el patiecillo
con tiestos, al extremo una cancela de lona que
hacía el comedor, la pequeña sala donde
estaba una mesa negra con una lámpara de
petróleo en cuyo tubo bailaba una horquilla. En
la pared había un mapa desteñido y en el cielo
raso otro formado por las goteras. Había
también dos mecedoras desfondadas, sillas; un
pequeño aparador con dos perros de yeso y la
mantequillera de vidrio que fingía una clueca
echada en su nido; pero todo tan limpio y tan
viejo que dijérase surgido así mismo, en los
mismos sitios desde el comienzo de los siglos.
Al otro extremo del corredor, cerca de donde
me pusieron la silla enviada de casa desde el
día antes, estaba un tinajero pintado de verde
con una vasija rajada; allí un agua cristalina en
gotas musicales, largas y pausadas, iba
cantando la marcha de las horas. Y no sé por
qué aquella piedra de filtrar llena de yerbajos,
con su moho y su olor a tierras húmedas, me
evocaba ribazos del río o rocas avanzadas
sobre las olas del mar…
Pero esa mañana no estaba yo para
imaginaciones, y cuando se marchó mi
abuelita, sintiéndome solo e infeliz entre
aquellos niños extraños que me observaban
con el rabillo del ojo, señalándome; ante la
fisonomía delgadísima de labios descoloridos y
nariz cuyo lóbulo era casi trasparente, de la
Señorita, me eché a llorar. Vino a consolarme,
y mi desesperación fue mayor al sentir en la
mejilla un beso helado como una rana.
Aquella mañana de «niño nuevo» me mostró el
reverso de cuanto había sido ilusorias visiones
de sapiencia… Así que en la tarde, al volver
para la escuela, a rastras casi de la criada,
llevaba los párpados enrojecidos de llorar, dos
soberbias nalgadas de mi tía y el bulto en
banderola con la pizarra y los lápices y el
virginal Mandevil tamborileando dentro de un
modo acompasado y burlón.
III
Luego tomé amor a mi escuela y a mis
condiscípulos: tres chiquillas feúcas, de pelito
azafranado y medias listadas, un gordinflón
que se hurgaba la nariz y nos punzaba con el
agudo lápiz de pizarra; otro niño flaco, triste,
ojerudo, con un pañuelo y unas hojas siempre
al cuello y oliendo a aceite; y Martica, la hija
del herrero de enfrente que era alemán. Siete
u ocho a lo sumo: las tres hermanas se
llamaban las Rizar, el gordinflón José Antonio,
Totón, y el niño flaco que murió a poco, ya no
recuerdo cómo se llamaba. Sé que murió
porque una tarde dejó de ir, y dos semanas
después no hubo escuela.
La Señorita tenía un hermano hombre, un
hermano con el cual nos amenazaba cuando
dábamos mucho que hacer o estallaba una de
esas extrañas rebeldías infantiles que delatan a
la eterna fiera.
—¡Sigue! ¡sigue rompiendo la pizarra,
malcriado, que ya viene por ahí Ramón María!
Nos quedábamos suspensos, acobardados,
pensando en aquel terrible Ramón María que
podía llegar de un momento a otro… Ese día,
con más angustia que nunca, veíamosle entrar
tambaleante como siempre, oloroso a
reverbero, los ojos aguados, la nariz de tomate
y un paltó dril verdegay.
Sentíamos miedo y admiración hacia aquel
hombre cuya evocación sola calmaba las
tormentas escolares y al que la Señorita, toda
tímida y confusa, llevaba del brazo hasta su
cuarto, tratando de acallar unas palabrotas que
nosotros aprendíamos y nos las endosábamos
unos a los otros por debajo del Mandevil.
—¡Los voy a acusar con la Señorita! —
protestaba casi con un chillido Marta, la más
resuelta de las hembras.
—La Señorita y tú… —y la interjección fea,
inconsciente y graciosísima, saltaba de aquí
para allá como una pelota, hasta dar en los
propios oídos de la Señorita.
Ese era día de estar alguno en la sala, de
rodillas sobre el enladrillado, el libro en las
manos, y las orejas como dos zanahorias.
—Niño, ¿por qué dice eso tan horrible? —me
reprendía afectando una severidad que
desmentía la dulzura gris de su mirada.
—¡Porque yo soy hombre como el señor
Ramón María! Y contestaba, confusa, a mi
atrevimiento:
—Eso lo dice él cuando está «enfermo».
IV
A pesar de todo, llegué a ser el predilecto. Era
en vano que a cada instante se alzase una
vocecilla:
—¡Señorita, aquí «el niño nuevo» me echó
tinta en un ojo!
—Señorita, que «el niño nuevo» me está
buscando pleito.
A veces era un chillido estridente seguido de
tres o cuatro mojicones:
—¡Aquí…!
Venía la reprimenda, el castigo; y luego más
suave que nunca, aquella mano larga, pálida,
casi trasparente de la solterona me iba
enseñando con una santa paciencia a conocer
las letras que yo distinguía por un método
especial: la A, el hombre con las piernas
abiertas —y evocaba mentalmente al señor
Ramón María cuando entraba «enfermo» de la
calle—; la O, al señor gordo —pensaba en el
papá de Totón—; la Y griega una horqueta, —
como la de la china que tenía oculta—; la I
latina, la mujer flaca —y se me ocurría de un
modo irremediable la figura alta y desmirriada
de la Señorita… Así conocí la Ñ un tren con su
penacho de humo; la P, el hombre con el fardo;
y la & el tullido que mendigaba los domingos a
la puerta de la iglesia.
Comuniqué a los otros mis mejoras al método
de saber las letras, y Marta —¡como
siempre!— me denunció:
—¡Señorita, «el niño nuevo» dice que usted es
la I latina!
Me miró gravemente y dijo sin ira, sin reproche
siquiera, con una amargura temblorosa en la
voz, queriendo hacer sonrisa la mueca de sus
labios descoloridos:
—¡Si la I latina es la más desgraciada de las
letras… puede ser!
Yo estaba avergonzado; tenía ganas de llorar.
Desde ese día cada vez que pasaba el puntero
sobre aquella letra, sin saber por qué, me
invadía un oscuro remordimiento.
V
Una tarde a las dos, el señor Ramón María
entró más «enfermo» que de costumbre, con
el saco sucio de la cal de las paredes. Cuando
ella fue a tomarle del brazo, recibió un
empellón yendo a golpear con la frente un
ángulo del tinajero. Echamos a reír; y ella, sin
hacernos caso, siguió detrás con la mano en la
cabeza… Todavía reíamos, cuando una de las
niñas, que se había inclinado a palpar una
mancha oscura en los ladrillos, alzó el dedito
teñido de rojo:
—Miren, miren: ¡le sacó sangre!
Quedamos de pronto serios, muy pálidos, con
los ojos muy abiertos.
Yo lo referí en casa y me prohibieron,
severamente, que lo repitiese. Pero días
después, visitando la escuela el señor
inspector, un viejecito pulcro, vestido de negro,
le preguntó delante de nosotros al verle la sien
vendada:
—¿Cómo que sufrió algún golpe, hija?
Vivamente, con un rubor débil como la llama
de una vela, repuso azorada:
—No señor, que me tropecé…
—Mentira, señor inspector, mentira —protesté
rebelándome de un modo brusco, instintivo,
ante aquel angustioso disimulo— fue su
hermano, el señor Ramón María que la
empujó, así… contra la pared… —y
expresivamente le pegué un empujón
formidable al anciano.
—Sí,
niño,
trastumbándose.
si
ya
sé… —masculló
Dijo luego algo más entre dientes; estuvo unos
instantes y se marchó.
Ella me llevó entonces consigo hasta su cuarto;
creí que iba a castigarme, pero me sentó en sus
piernas y me cubrió de besos; de besos fríos y
tenaces, de caricias maternales que parecían
haber dormido mucho tiempo en la red de sus
nervios, mientras que yo, cohibido, sentía que
al par de la frialdad de sus besos y del helado
acariciar de sus manos, gotas de llanto, cálidas,
pesadas, me caían sobre el cuello. Alcé el
rostro y nunca podré olvidar aquella expresión
dolorosa que alargaba los grises ojos llenos de
lágrimas y formaba en la enflaquecida garganta
un nudo angustioso.
VI
Pasaron dos semanas, y el señor Ramón María
no volvió a la casa. Otras veces estas ausencias
eran breves, cuando él estaba «en chirona»,
según nos informaba Tomasa, única criada de
la Señorita que cuando ésta salía a gestionar
que le soltasen, quedábase dando la escuela y
echándonos cuentos maravillosos del pájaro de
los siete colores, de la princesa Blanca-flor o las
tretas siempre renovadas y frescas que le
jugaba tío conejo a tío-tigre.
Pero esta vez la Señorita no salió; una grave
preocupación distraíala en mitad de las
lecciones. Luego estuvo fuera dos o tres veces;
la criada nos dijo que había ido a casa de un
abogado porque el señor Ramón María se
había propuesto vender la casa.
Al regreso, pálida, fatigada, quejábase la
Señorita de dolor de cabeza; suspendía las
lecciones, permaneciendo absorta largos
espacios, con la mirada perdida en una niebla
de lágrimas… Después hacía un gesto brusco,
abría el libro en sus rodillas y comenzaba a
señalar la lectura con una voz donde parecían
gemir todas las resignaciones de este mundo:
—Vamos, niño: «Jorge tenía un hacha…».
VII
Hace quince días que no hay escuela. La
Señorita está muy enferma. De casa han
estado allá dos o tres veces. Ayer tarde oí decir
a mi abuela que no le gustaba nada esa tos…
—No sé de quién hablaban.
VIII
La Señorita murió esta mañana a las seis…
IX
Me han vestido de negro y mi abuelita me ha
llevado a la casa mortuoria. Apenas la
reconozco: en la repisa no están ni la gallina ni
los perros de yeso; el mapa de la pared tiene
atravesada una cinta negra; hay muchas sillas y
mucha gente de duelo que rezonga y fuma. La
sala llena de vecinas rezando. En un rincón
estamos todos los discípulos, sin cuchichear,
muy serios, con esa inocente tristeza que
tienen los niños enlutados. Desde allí vemos,
en el centro de la salita, una urna estrecha,
blanca y larguísima que es como la Señorita y
donde está ella metida. Yo me la figuro con
terror: el Mandevil abierto, enseñándome con
el dedo amarillo, la I, la I. latina precisamente.
A ratos, el señor Ramón María que recibe los
pésames al extremo del corredor y que en vez
del saco dril verdegay luce una chupa de un
negro azufroso, va a su cuarto y vuelve. Se
sienta suspirando con el bigote lleno de
gotitas. Sin duda ha llorado mucho porque
tiene los ojos más lacrimosos que nunca y la
nariz encendida, amoratada.
De tiempo en tiempo se suena y dice en alta
voz:
—¡Está como dormida!
X
Después del entierro, esa noche, he tenido
miedo. No he querido irme a dormir. La
abuelita ha tratado de distraerme contando
lindas historietas de su juventud. Pero la idea
de la muerte está clavada, tenazmente, en mi
cerebro. De pronto la interrumpo para
preguntarle:
—¿Sufrirá también ahora?
—No —responde, comprendiendo de quién le
hablo— ¡la Señorita no sufre ahora!
Y poniendo en mí aquellos ojos de paloma,
aquel dulce mirar inolvidable, añade:
—¡Bienaventurados los mansos y humildes
de corazón porque ellos verán a Dios.
Fin.
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