El diente roto
[Cuento - Texto completo.]
Pedro Emilio Coll
A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas
recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la
cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad
de oro de Juan Peña.
Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente
roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y
pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.
Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos
y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado
toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados
con la súbita transformación de Juan.
Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud
hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca
cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.
-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay
que llamar al médico.
Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso,
mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.
-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo
examen- la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted…
-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada
madre.
-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es
indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un
caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy
llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un
genio tal vez.
En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto
sin pensar.
Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor,
acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo
se citó el caso admirable del “niño prodigio”, y su fama se aumentó como una
bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había
tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por
aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada
cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un
pilluelo desarrapado, Edison… etcétera.
Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos,
pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra
del diente roto, sin pensar.
Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso,
sabio y “profundo”, y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de
Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y
conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los
demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.
Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico,
ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la
apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.
Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo
nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y
cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido
tiempo de pensar.
FIN
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